Cosa sencilla

Desarrollo, progreso. Palabras cargadas de esperanza, optimismo, de prosperidad, siendo por lo tanto difícil oponerse a ellas. O tal vez no. Estos conceptos son los que baraja el sistema capitalista y su producción tecnológico-industrial para expandir su poder, su imperio, no refiriéndome solo al ámbito geográfico, sino al social, económico, sanitario, cultural… Lo identificamos curiosamente con una innovación tecnológica que hará de la vida algo más sencillo, cómodo y accesible. Permitirá “gozar la vida”. ¿Pero a quién? La producción industrial se caracteriza por ser capaz de producir masivamente a partir de múltiples transformaciones de las materias primas. Esto provoca que haya un mayor número de productos a consumir a menor coste, apareciendo también la comodidad de los productos de “usar y tirar”. Cuando se inicia la Revolución Industrial se presenta la idea de una vida más cómoda e igualitaria, la supuesta oportunidad de tener acceso a productos (y con el paso de tiempo servicios) antes inimaginables y una oferta laboral que se amplificaba veloz y enormemente. En cambio, lo que se produjo (y produce) es la marginalidad económica, social y cultural del trabajo artesanal y no remunerado, la extracción descontrolada, la contaminación y la destrucción de la flora, la fauna y los bienes naturales ( y no “recursos” naturales, ya que este concepto es parte de la terminología y concepción burguesa que trata de rentabilizarlo todo), la renovación y surgimiento de nuevas estructuras verticales en el campo laboral y sindical y un nuevo modelo de esclavitud, bruscos cambios demográficos, geográficos, urbanos, etc., nuevas enfermedades (físicas y psicológicas), un reparto de la riqueza aun más desigual y bipolarizado…

Siglos después, y sumando lo antes mencionado, se vuelve a presentar una razón humanitaria, acabar con la pobreza mundial (la cual fomentan quienes dicen querer erradicarla) para encubrir una nueva herramienta más que se utilizaría para la globalización del mercado demócrata-capitalista: los alimentos transgénicos. Y de nuevo, como no, la controversia de su discurso: desaparición de técnicas agrícolas ancestrales así como numerosas variaciones de tipos de semillas de productos de primera necesidad, monopolizando, homogeneizando y reduciendo este reciente mercado (antes no se mercantilizaba de tal manera por tratarse de una economía de subsistencia y trueque), dependencia de los químicos y la determinación económica de las transnacionales, impulso del monocultivo y los latifundios, deforestación y manipulación genética, envenenamiento de acuíferos, eliminación de la producción excedente para evitar el abaratamiento de los precios de mercado…

El criterio para determinar el nivel de desarrollo de un país es su consumo energético. Y puesto que se apuesta por este tipo de desarrollo, se apuesta por proyectos de obtención de energía como presas que alteran el ciclo y la geografía fluvial y entorno natural, molinos eólicos que interceptan flujos migratorios de aves y dividen territorios y pueblos, centrales nucleares que producen residuos radioactivos de un poder de destrucción masiva altísimo y una radiación que provoca diversas enfermedades (siendo el cáncer la más común y la más problemática), centrales geotérmicas, que destruyen las capas terrestres, y de biomasa, que contribuyen a la emisión de CO2 y el calentamiento global, placas solares que para ser construidas requieren de toda la energía eléctrica que podrán acumular a lo largo de su “vida útil” sin contar con la obtención de los materiales que la componen. Y a todo ello, añadir las vías de comunicación que se requiere, arrasando sierras, lagos, cultivos, poblados… y por si no nos valiese con el planeta en sí, en pro de la investigación y la ciencia se abandonan continuamente residuos tecnológicos denominados “basura espacial”.

El desarrollo y el progreso han hecho del planeta un laboratorio de experimentación para la pequeña oligarquía capitalista, sin importarles las consecuencias. En cambio, hay quienes resisten, y por siglos, a los embates capitalistas, negando ese modo de vida antinatural, artificial, superficial, individualista y competitiva, como es la “cultura” del consumo, resistiendo también a la represión recibida por ello. Aun hay quienes saben cuáles son realmente las necesidades humanas y el respeto que se merece la naturaleza, contemplada como la madre tierra al ser ella quien nos regala todo lo que necesitamos. Y a pesar de ser acusados de ser enemigos del desarrollo, unos incivilizados y unos criminales insolidarios, continúan respetando sus propias culturas y su identidad, viviéndolas, sintiéndolas, y no prostituyéndolas como oferta turística. Continúan haciendo del conocimiento algo que compartir y transmitir, no concentrándolo en una institución que te da un estatus y una supuesta profesionalización que no contempla los entornos humanos más cercanos (y pienso, más necesarios), haciendo así del trato humano algo que gozar y no una necesidad caritativa.

Se derrumba así el planteamiento de que el humano siempre aspira a más, al descontento situacional que le hace no conformarse jamás con lo que posé (hoy día, plenamente relacionado con lo material). Estos grupos de gente no pueden ser denominadas micro-sociedades, sino comunidades autónomas que poseen culturas propias que en su mayoría se rigen por la toma de decisiones asamblearia, conjunta, predominando el bien de la comunidad por el individualista, contemplando así que el bien común es también el bien propio. Es precioso ver que las únicas lágrimas que se derraman para poder mantener su modo de vida son las de la madre tierra en forma de lluvia y que las ofrece como un regalo por el trato que recibe.

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